De las cuatro acepciones que estableció C. Guillén (1971) para la voz “picaresca”, resultan útiles dos para el estudio de la presencia de este fenómeno literario en América. En primer lugar, se entiende “picaresca” como el estudio del género picaresco en sentido estricto, es decir un catálogo más o menos cerrado y ya canónico, de textos que siguen las pautas de un modelo de escritura que inaugura el Lazarillo de Tormes, amplifica el Guzmán de Alfarache y prosigue una serie de epígonos (el Buscón de Quevedo, La Pícara Justina, algunas de las Novelas ejemplares cervantinas y una serie de continuaciones a lo largo del siglo XVII). En este terreno, el del análisis del género literario, se puede explorar el tema de América en los libros de pícaros.

Las Indias no fueron un asunto tan atractivo para la literatura área de imaginación. El Nuevo Mundo convivió junto a otros escenarios (tan o más frecuentados en las letras de la época), como Italia, el mundo islámico mediterráneo o países protestantes, en las ficciones y el drama. En el imaginario colectivo de la época el Nuevo Mundo representaba más que nada un lugar lejano y exótico donde uno podía enriquecerse rápidamente y en el que reinaba la idolatría. El gran género literario aurisecular, la comedia, cuenta con apenas un puñado de obras (casi una veintena) cuyos hechos ocurren en América (Zugasti, 1996); algo similar ocurre con el teatro breve (Urzáiz Tortajada, 2001). Detrás de muchas de ellas (como ocurre con la famosa Trilogía de los Pizarros de Tirso de Molina) se ha descubierto un afán propagandístico alentado por familias de conquistadores que, a la par de pleitear con la Corona por justas mercedes, propalaron en los corrales las hazañas de sus antepasados para ganarse a la opinión pública. Por otro lado, en el género de la novela corta, impulsado por Cervantes, contamos con historias que pueden ocurrir en la Italia española (Nápoles, Sicilia y Milán) o hasta en Flandes, pero nunca en América, aunque siempre hay algún personaje venido del Perú o de México, un galán joven o, más a menudo, viejo (como el Cañizares de El celoso extremeño), que pretende arreglarlo todo con pesos ensayados. Ciertamente, para los pícaros que suceden a Lázaro de Tormes, tras un silencio de casi cincuenta años (de 1554 a 1599, con la aparición de la primera parte del Guzmán de Alfarache), las Indias y los indianos son sinónimo de un buen botín, sea para aprovecharse de un indiano recién llegado o para cruzar el océano y hacerse ricos en las nuevas tierras. Como ejemplo de lo primero, escuchemos a la pícara protagonista de Teresa de Manzanares (1632) de Alonso de Castillo Solórzano, la cual, al encontrarse con un supuesto galán recién venido del Perú, confiesa que “en sonándome Indias, pensaba […] que me habían de llover reales de ocho en mi casa”[1]. Indias e indiano, tanto como Génova y genovés, son el reclamo que activa el ingenio picaresco para el hurto y el engaño.

Lazarillo de Tormes

Lazarillo de Tormes, Burgos, 1554

Por otro lado, el viaje a Indias que proyectan a veces los pícaros configura un particular sueño americano que tenía un correlato real, si se considera la cantidad de escritores y letrados que anhelaban ir a las Indias para labrarse un futuro más próspero que el que la península, especialmente desde fines del XVI (agobiada con guerras, malas cosechas y crisis económica) podía brindar[2]. El primer pícaro que exhibe su deseo de ir a las Indias (quizás reflejando el interés de su propio autor) es Guzmán de Alfarache, quien en la segunda parte de sus aventuras (1604), abandonado por su mujer (a la que prostituía) y, robándole sistemáticamente a una dama que le da sus bienes a administrar, declara su plan: “Queríame [con el caudal robado] pasar a las Indias y aguardaba embarcación, como quiera que fuese; mas no lo pude lograr”[3], ya que sus fechorías son descubiertas, por lo que es encarcelado y finalmente condenado a galeras. Un amigo y admirador de Alemán, Vicente Espinel, pone entre los proyectos del protagonista, un hidalgo honesto, de su Vida del escudero Marcos de Obregón (1618) viajar a América para cambiar su fortuna (ya que es pobre), aunque -como Guzmán- no lo concreta. Por esos mismos años se compone el Buscón, cuyo protagonista, Pablos de Segovia, acaba su historia declarando que se marcha a las Indias “a ver si, mudando mundo y tierra, mejoraría mi suerte”[4]. Otros epígonos picarescos menos conocidos (como el protagonista del Lazarillo de Manzanares, 1621, y el de Alonso, mozo de muchos amos, publicado en dos partes, 1624 y 1626) también refieren un viaje a las Indias como meta o remate de su derrotero vital. Tanto en los relatos de los que viajan (aunque nunca cuentan cómo les fue) como en los de quienes no lo logran, América aparece referida sucintamente, acogiéndose a los lugares comunes en torno al continente, con énfasis en las oportunidades de enriquecerse de prisa. Ningún pícaro cuyas aventuras se escriban desde la península realmente actúa en el Nuevo Mundo. Habrá que llegar al siglo XVIII para contar con una continuación picaresca, pergeñada en las islas Filipinas (entonces consideradas parte del mundo colonial hispanoamericano), en la que un pícaro (Pablos de Segovia) tenga anécdotas que ocurren efectivamente allí. Se trata de la Tercera parte de la vida del gran tacaño, compuesta, alrededor de 1767, por el jesuita Vicente Alemany, la cual se ha editado modernamente con el título de Andanzas del buscón don Pablos por México y Filipinas.

Historia de la vida del Buscón

Historia de la vida del Buscón, Pamplona, 1635

Pasemos ahora a la segunda acepción de “picaresca”, según C. Guillén (1971). La “picaresca” en sentido amplio se refiere al estudio de obras que, sin ser consideradas de forma canónica por la crítica como novelas picarescas, recogen y recrean algunos elementos que caracterizan al género. En este ámbito, podemos fijar nuestra atención en textos coloniales que han recibido, con mayor o menor fortuna, el rótulo de “picarescos”. Este tipo de acercamiento a textos coloniales estuvo en boga hasta mediados de la década de 1980 y tiene su origen, como lo señaló R. Adorno, en “la búsqueda (reiteradamente frustrada) de una novela hispanoamericana colonial”[5], según lo ejemplificaría un estudio como el de E. Puppo-Walker (1982). La picaresca era una modalidad narrativa prestigiosa que la crítica del siglo XX identificó como género siguiendo paradigmas de la novela realista decimonónica (Dunn, 1983), de allí que filiar un texto colonial como “picaresco” fuese primordial para reconocer no solo valor literario intrínseco sino modernidad en aquellas tempranas expresiones discursivas americanas que, en realidad, poseen una hibridez que vuelve todo intento de filiación genérica un encorsetamiento reduccionista. En la actualidad existe un mayor consenso respecto a la susodicha hibridez del corpus colonial; sin embargo, contamos con una tradición crítica, elaborada entre las décadas de 1960 y 1980, que enfatizaba el carácter picaresco de ciertos textos coloniales en aras de hallar aquel germen novelesco que las letras americanas merecían para integrarse -con calzador- a los grandes esquemas literarios de origen europeo.

nave

Grabado de la nave de “la vida pícara”, La Pícara Justina, 1605

Dos textos escritos y publicados en América merecieron especial atención por sus rasgos novelescos y su posible identificación picaresca. El primero es Infortunios de Alonso Ramírez (1698), compuestos por Carlos de Sigüenza y Góngora a partir del testimonio del marino puertorriqueño Alonso Ramírez, quien estuvo cautivo cerca de dos años con los piratas ingleses y dio la vuelta al mundo como parte de sus peripecias para regresar a México. Un artículo clásico resalta los elementos picarescos que los Infortunios recoge y transforma (González, 1983). Más interesante, empatando género picaresco e identidad criolla es el de J. J. Arrom (1987). Un balance crítico reciente, equilibrado y con ideas sugerentes es del de C. de Mora (2012). Finalmente, la edición más prolija, documentada y con materiales anejos de suma utilidad es la de J. F. Buscaglia (2011). El Lazarillo de ciegos caminantes (circa 1775), por Alonso Carrió de la Vandera, es el otro texto que quiso ser analizado tradicionalmente como picaresco (por ejemplo: Mazzara, 1963). Sin embargo en la actualidad, sin aquel criterio crítico antiguo que identificaba la novela picaresca como un producto literario moderno y valioso en sí mismo, podemos entender mejor la naturaleza de este Lazarillo como relato de viajes, de tinte costumbrista, a la vez que texto satírico que apunta a personajes concretos del ambiente cultural y político limeño. La edición más solvente sigue siendo la de A. Lorente Medina (1985), para quien la obra asume ciertos rasgos estructurales picarescos, pero puestos al servicio de una descripción de la sociedad colonial. Dicha descripción se produce desde el punto de vista de un peninsular curioso que se propone servir precisamente de lazarillo o guía para quienes exploren, ignorantes o ciegos, tierras americanas[6].

Finalmente, en el plano histórico y anecdótico (fuera ya de las acepciones de C. Guillén), puede abordarse la picaresca en Indias considerando su presencia a través del comercio de libros, el periodo americano de Mateo Alemán y la contribución de Luis Jaime Cisneros al estudio del Lazarillo de Tormes. Como lo estudió I. Leonard (1979), tras los libros de caballerías, que reinan en las remesas para libreros americanos durante la segunda mitad del XVI, la ficción picaresca representada por el Guzmán de Alfarache gozó de enorme difusión a partir de 1600 y colabora -junto a Don Quijote– a la extinción de los libros de caballerías en tierras americanas. La importación de este género mengua en la última década del XVI y se detiene en paralelo a la llegada de ejemplares del Guzmán, cuya cantidad supera a la de aquellos de Don Quijote de la Mancha[7]. Es una feliz coincidencia que el arribo del pícaro libresco a América preceda a la viaje del máximo exponente del género picaresco, Mateo Alemán (el mismo autor del célebre Guzmán), a México. El sevillano hizo realidad el viaje soñado por su pícaro y el de tantos otros.

La primera edición de relevancia filológica que se hizo del Lazarillo de Tormes en Hispanoamérica se publicó en Buenos Aires, a cargo de Luis Jaime Cisneros. En su estudio introductorio, él dedicó algunas páginas a la presencia de América en el género picaresco (Rodríguez Mansilla, 2012). Luego de citar ejemplos de otras novelas picarescas, Cisneros abogaba por considerar que, probablemente, la ausencia de América en la trayectoria vital de Lázaro sea un indicio para situar la obra en los años previos o bien los inmediatos a las conquistas de México y del Perú. Más adelante, recogiendo una observación de Niceto Alcalá-Zamora, Cisneros vinculaba el desarrollo de la legislación indiana con el auge de la picaresca. En este aspecto, Cisneros resulta pionero de una vertiente que luego desarrolló R. González Echevarría (1980 y 2000) y que llega hasta un reciente trabajo de P. Darnis (2014): explorar los orígenes de la picaresca en el discurso legal y sus implicancias en la configuración del sujeto del Siglo de Oro. Finalmente, en la pluma de Cisneros, meditar sobre la presencia o no de las Indias en la novela picaresca era una propuesta sugestiva, mucho más siendo enunciada desde la propia América. En efecto, detrás de este planteamiento se percibe el afán, comprensible en su circunstancia, de incluir al Nuevo Mundo en el proceso literario dentro del cual el Lazarillo ocupaba un lugar preeminente. Es también comprensible, bajo esta pretensión, el que Cisneros considerase la Conquista como factor que afianzó el Renacimiento en la península. Esto le permitía legitimar, dentro del discurso crítico que hilvanaba, su propio papel de intelectual americano estudioso de la literatura española. Hasta aquí llegan las ramificaciones de la picaresca en tierras americanas.

Fernando Rodríguez Mansilla

Hobart and William Smith Colleges (Geneva, New York)

Bibliografía esencial

Alemany, V., Andanzas del buscón don Pablos por México y Filipinas, ed. C. C. García Valdés, Pamplona, Eunsa- Anejos de La Perinola, 1998.
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Bibliografía citada

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Zugasti, M., “Notas para un repertorio de comedias indianas en el Siglo de Oro”. Studia Aurea. Actas del III Congreso de la AISO (Universidad de Toulouse-Le Mirail), ed. I. Arellano, M. C. Pinillos, F. Serralta y M. Vitse, Pamplona, GRISO-LEMSO, 1996, vol. III, pp. 429-442.
[1] Picaresca femenina de Alonso de Castillo Solórzano, p. 413.
[2] Gutierre de Cetina, Juan de la Cueva, Luis de Belmonte Bermúdez y el mismo Mateo Alemán son algunos escritores que lo lograron. Otra lista podría confeccionarse con los nombres de quienes no alcanzaron la meta.
[3] Guzmán de Alfarache, parte II, libro III, cap. VII, p. 752.
[4] La vida del buscón, p. 280.
[5] Adorno, 1988, p. 13.
[6] En ese sentido, nótese que aquel lazarillo en el título de la obra es empleado como sustantivo común, con interés más bien informativo y no como un reclamo del género picaresco.
[7] Además del clásico estudio de I. Leonard sobre el comercio de libros en América, conviene consultar el más reciente de P. Rueda Ramírez.

Bibliografía esencial

Alemany, V., Andanzas del buscón don Pablos por México y Filipinas, ed. C. C. García Valdés, Pamplona, Eunsa- Anejos de La Perinola, 1998.

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Bibliografía citada

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[1] Picaresca femenina de Alonso de Castillo Solórzano, p. 413.

[2] Gutierre de Cetina, Juan de la Cueva, Luis de Belmonte Bermúdez y el mismo Mateo Alemán son algunos escritores que lo lograron. Otra lista podría confeccionarse con los nombres de quienes no alcanzaron la meta.

[3] Guzmán de Alfarache, parte II, libro III, cap. VII, p. 752.

[4] La vida del buscón, p. 280.

[5] Adorno, 1988, p. 13.

[6] En ese sentido, nótese que aquel lazarillo en el título de la obra es empleado como sustantivo común, con interés más bien informativo y no como un reclamo del género picaresco.

[7] Además del clásico estudio de I. Leonard sobre el comercio de libros en América, conviene consultar el más reciente de P. Rueda Ramírez.