La utilización de la imagen como herramienta didáctico-doctrinal fue una de las repercusiones más importantes del largo Concilio de Trento (1545 – 1563; convocado por Pablo III, continuado por Julio III y clausurado por Pío IV[1]). La iglesia católica, enfrentada al desafío cismático de la Reforma protestante, responde de manera categórica a la tendencia iconoclasta de Lutero y sus seguidores. Una de las herramientas fundamentales de que dispondrían los pontífices desde 1540 será una nueva orden religiosa, fundada por el exsoldado vasco Íñigo de Loyola (1491 – 1556), San Ignacio de Loyola desde su canonización en 1622: la Compañía de Jesús. Introductora del voto de obediencia al Papa[2], la Compañía se convierte, desde sus inicios, en la congregación vanguardia, en el portaestandarte de la modernidad eclesial en términos que, quizás con aparente maniqueísmo, cabría considerar paradójicos: sofisticación intelectual y acción pragmática. Siempre en las lindes del servicio, es decir, en los campos donde la acción resulte crucial[3], los jesuitas canalizan allí su vocación, bajo los inconformes lemas ignacianos de “siempre más” y “a mayor gloria de Dios”. No obstante, la orden fue, de hecho, suprimida en 1773 por Clemente XIV, y posteriormente restaurada por Pío VII en 1814. Conocida es, asimismo, la expulsión de España y sus colonias que le fue impuesta por Carlos III en 1767[4] en el contexto de las reformas borbónicas.
Es precisamente del siglo XVIII (no puede precisarse más la fecha) que data la obra artística cuya iconografía trataremos: el cuadro titulado Alegoría del triunfo de los jesuitas en las cuatro partes del mundo. De autor anónimo, esta pintura de gran formato se encuentra en el transepto (nave transversal a la principal) de la Iglesia de San Pedro, en Lima (figura 1). Su iconografía muestra eficazmente el eje central de la misión de los jesuitas. Ellos mismos declaran en el tiempo actual: “Este lienzo evidencia el proyecto teológico y evangélico de la Compañía de Jesús de cristianizar a los diversos pueblos, humanizándolos desde la fe cristiana”[5].
En términos formales, la obra se organiza en cuatro planos, que se ordenan en la mirada partiendo de la base y ascendiendo hacia la parte superior. Esta secuencia puede considerarse como la primera señal de que nos encontramos ante una alegoría[6], pues transitamos desde la mera humanidad desprovista de referentes cristianos hasta la divinidad emblematizada en el monograma de Jesús “IHS”. Esta progresión a lo largo del eje vertical constituye, en efecto, una metáfora de la salvación; y, ciertamente, quien preside la composición desde su posición central-superior y debido a su tamaño (estamos ante una figuración cuya escala privilegia lo significativo sobre lo naturalista) es San Ignacio.
En primer plano (partiendo, como se señaló, desde abajo) se lee una cita latina de San Pablo: “Pues por toda la tierra resonó la voz de los predicadores; y se oyeron sus palabras hasta el último rincón del mundo.” (Rom 10, 18). Del texto emerge Atlas, representado de medio cuerpo y en escala grande, quien sostiene sobre sus hombros el globo terráqueo (donde aparece iluminada la zona iberoafricana). Dispuestos simétricamente se encuentran a ambos lados del personaje cuatro monarcas con sus atavíos propios, los cuales representan sendas partes del mundo: Asia y África a la izquierda; América y Europa a la derecha. Se verifica, pues, la correspondencia entre el enunciado paulino y la vocación ecuménica de la orden, uno de los pilares del pensamiento ignaciano.
La vista continúa su recorrido ascendente, acompañando la perspectiva del suelo discretamente ajedrezado de tonos azules y anaranjados, y se arriba al segundo plano. En este, se aprecian dos agrupamientos de personajes de alto rango, dirigentes o monarcas a juzgar por sus vestiduras, pertenecientes a las distintas naciones que tuvieron contacto con la cristiandad merced a la acción apostólica jesuita. No es de extrañar la presencia de personajes depositarios del poder en una obra que ilustra el programa apostólico de la Compañía: educadores y confesores de las élites, los jesuitas han encontrado en el poder un interlocutor permanente, con el que han mantenido vinculaciones ora armónicas, ora espinosas[7]. La propia extracción social de San Ignacio, hombre de las capas superiores de la sociedad guipuzcoana y amigo de Juana de Habsburgo, confirma esta proximidad entre la orden y el poder regio. Los atributos trinitarios de poder del Padre, sabiduría del Hijo y amor del Espíritu Santo parecen resonar, transpuestos al orden terrenal, en esta clara inclusión de monarcas en el cuadro; para que el amor sea “operativo”, debe iluminarse de sabiduría y contar con medios eficaces, es decir, con poder. Como parte de este elenco variopinto, en el grupo de la derecha aparece un inca tan ricamente ataviado como sus homólogos, con ambas rodillas en tierra, las manos en actitud de oración y la mirada dirigida a la zona izquierda del plano superior, donde se encuentra San Francisco Javier.
El tercer plano muestra a figuras preponderantes de la Compañía: cuatro propagadores de la fe en el Lejano Oriente flanquean a los tres santos jesuitas más importantes[8]. Es decir, San Francisco Javier y San Francisco de Borja ocupan sus respectivas peanas a ambos lados del Padre fundador, quien se encuentra de pie sobre una más alta. Los cuatro misioneros destacados en el Asia, que aparecen secundados por compañeros no identificados, son los siguientes, de izquierda a derecha: San Pablo Miki (1566 – 1597), martirizado en Nagasaki[9]; Mateo Ricci (1552 – 1610), primer propagador de la fe en el reino de China, quien llegó a ser matemático del emperador y destacó asimismo como pintor; Adam Schall von Bell (1591 – 1666), astrónomo de la corte en China que alcanzó el cargo de mandarín del Celeste Imperio; y Roberto de Nobili (1577 – 1656), quien adoptó los usos brahmanes para ejercer su tarea evangelizadora en la India. Los cuatro lucen atuendos propios de las naciones orientales donde llevaron a cabo su profesión de fe. Esta elección de formas externas se condice plenamente con la importancia capital que otorgan los jesuitas a la flexibilidad cultural. Esta se articula, en primer término, con la tolerancia debida a las realidades vernáculas; como declaraba el jesuita José de Acosta ya en 1590, a propósito de la evangelización novohispana: “Es digno de admitir que lo que se pudiere dejar a los indios de sus costumbres y usos (no habiendo mezcla de sus errores antiguos), es bien dejallo, y conforme el consejo de San Gregorio Papa, procurar que sus fiestas y regocijos se encaminen al honor de Dios y de los santos cuyas fiestas celebran.”[10] Es coherente, por tanto, que los misioneros busquen la integración con los colectivos en que actúan, por ejemplo en el nivel del vestuario. No vacilan, pues, en adoptar ropajes y emblemas de rango elevado tanto en lo intelectual (la vestimenta de Ricci corresponde a la de un erudito cortesano) como en lo político (Schall ostenta en el pecho un recuadro con un ave fénix semejante a un cisne, que indica su posición de mandarín) (figura 2). Esta conducta estratégica perdura hasta nuestros días: “«Es la manera de ser de la Compañía», explica un veterano jesuita. «Analizamos la realidad del lugar donde estamos y actuamos en consecuencia (…)»”[11]. Permeabilidad que sintetiza la renuncia del general de la Compañía Peter-Hans Kolvenbach, al referirse a su llegada al Vaticano tras una larga estancia en el Líbano: “Aprendí vaticanés. Cuando se visita un país extranjero, tienes que hablar el idioma de ese país.”[12]
Representados a gran escala en este tercer plano aparecen (desde la izquierda), como se señaló, el navarro San Francisco Javier, San Ignacio de Loyola y el valenciano San Francisco de Borja. Los tres se yerguen sobre pedestales, el más alto de los cuales corresponde naturalmente al fundador. San Francisco Javier (1506 – 1552), estrecho colaborador de San Ignacio y, como este, descendiente de una familia de notables, es conocido como Apóstol de las Indias y se le tiene desde el mismo siglo XVI como el ideal de misionero en tierra no cristiana. Es representado en la obra de acuerdo con la efigie canónica de su vasta representación iconográfica: sobre la clásica sotana negra jesuita, lleva el ornamento litúrgico conocido como albo, así como una estola encarnada; con una mano (en este caso, la derecha) sostiene un crucifijo en actitud de prédica, y la otra se orienta al pecho. La cartela de su peana cita los Hechos de los Apóstoles: “Anda, pues este hombre me será un instrumento muy valioso que llevará mi nombre ante los gentiles y los reyes.” (Hechos 9, 15). Por su parte, San Francisco de Borja (1510 – 1572), bisnieto del papa Alejandro VI, duque de Gandía y virrey de Cataluña, luce en su rótulo el siguiente texto evangélico: “Designó el Señor otros setenta, los cuales envió de dos en dos delante de sí, a toda ciudad y lugar adonde él había de venir.” (Lucas 10, 1). Sobre la túnica talar luce una vistosa casulla multicolor; las manos, si bien un poco más elevadas que las de Javier, asumen una posición análoga a las de este: la derecha sostiene un cáliz del que sobresale la Sagrada Forma, en tanto que la izquierda apunta al pecho. Repartido en dos medallones ubicados a izquierda y derecha de San Ignacio, a la altura de los brazos, se lee un pasaje de los Salmos: “[Señor] no es la gloria para nosotros, sino para Tu Nombre.” (Salmos 115, 1). Solo la cabeza de San Ignacio supera la moldura superior del encuadre arquitectónico, de manera que se integra al cuarto plano, el de mayor altura.
En efecto, el remate de la composición representa una cúpula que alude a la gloria en un espacio luminoso de matices amarillos. Es esta la región del lienzo donde el triunfo jesuita se muestra en su plenitud escatológica. La testa de fundador se ubica delante de una filacteria (cinta más o menos ondeante con texto) que reza “Desde la aurora hasta el ocaso alábese el Nombre del Señor.” (Sal 122, 3). La cabeza de San Ignacio no ostenta una aureola como ocurre con Borja y Javier, sino que emite rayos; detalle importante, pues establece una conexión directa entre el fundador y el monograma de Cristo “IHS”, símbolo de la orden, igualmente rodeado de haces de luz. Entre este sello y la cabeza de San Ignacio, en otra filacteria se lee “Los cielos cuentan la gloria de Tu Nombre.” (Sal 18, 2). A ambos lados del monograma se observan sendos tríos de jesuitas: los de la izquierda, ignacianamente vestidos de negro, portan cruces al hombro; mientras que a la derecha aparece uno con sotana negra flanqueado por otros dos que sobre esta visten el albo. Sobre el “IHS” una última cinta proclama “[Por lo cual Dios le exaltó] y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre.” (Fil 2, 9). Acompaña la escena algo más de una veintena de angelitos o putti.
La obra expresa alegóricamente los propósitos de la Compañía de Jesús y su visión acerca de los medios para llevarlos a efecto. Las dimensiones de la labor evangelizadora son enunciadas así: “(…) obedecer el mandato de Dios de anunciar la palabra a todos los pueblos, dignificar a todas las naciones convirtiéndolas a la fe cristiana y glorificar el nombre del Señor.”[13] Son probablemente dos los rasgos del carisma jesuita que impregnan el subtexto de la obra pictórica: modernidad y acción. Desde su fundación, la Compañía justificó su existencia en función de la necesidad de adecuar el aparato eclesial a los desafíos de un momento histórico particularmente turbulento; en este sentido, cabe hablar de modernidad en tanto ideal de permanente mutación al compás de las realidades concretas. La apertura intelectual de los jesuitas los haría especialmente sensibles o proclives a la modernidad; como apunta Pilar Gonzalbo: “Hablar de la modernidad de la Compañía de Jesús parece no entrañar contradicciones; es algo previsible, tanto que casi resulta obvio. Pero solo es así cuando nos referimos a la modernidad renacentista, expresada en el humanismo cristiano. Porque tampoco, en sentido inverso, deben surgir objeciones cuando hablamos de los jesuitas como preservadores de la tradición cristiana medieval. Como en tantos otros aspectos, los jesuitas pueden juzgarse en un sentido y en el opuesto.”[14] Modernos, inclasificables, los jesuitas resultan inaprensibles desde una postura dogmática, desde un juicio de valor unidimensional; exigen permanentemente los matices que, como se ha visto, toleran en cada realidad humana en que deciden intervenir.
La obra pictórica comentada muestra, finalmente, la capacidad del arte barroco para codificar mensajes de la densidad conceptual del proyecto ignaciano. Densamente poblada, con recursos iconográficos y textuales deliberadamente imbricados y nunca dispuestos al azar, esta pieza exige un importante esfuerzo de descodificación. En realidad, se trata de una “agenda visual” en la que se abren múltiples ventanas para conocer en sus múltiples aristas las complejidades del pensamiento jesuítico. Hace más de dos siglos, los comitentes de la Alegoría del triunfo de los jesuitas en las cuatro partes del mundo entendieron, sin menoscabar el respeto a la palabra y su inmensa utilidad, el poder significativo y comunicativo de la imagen. Desde lo alto del transepto de una iglesia limeña, los jesuitas continúan interpelándonos.
Luis Alfredo Agusti Pacheco-Benavides
Adaptado de “Iconografía y agenda ignaciana: la Alegoría del triunfo de los jesuitas en las cuatro partes del mundo”, en Punto de Equilibrio, año 17, No. 98, Lima: Universidad del Pacífico, setiembre 2008, pp. 53-55.
Bibliografía
Arte y espiritualidad jesuita en el Perú. Obtenido el 22 de diciembre de 2007.
Gómez de Liaño, Ignacio (1990). Itinerario del éxtasis o las imágenes de un saber universal, por Atanasius Kircher. Madrid: Siruela.
Gonzalbo Aizpuru, Pilar, “La oculta modernidad jesuítica”, en Marzal, Manuel y Luis Bacigalupo, editores (2007). Los jesuitas y la modernidad en Iberoamérica (1549 – 1773). Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Universidad del Pacífico e Instituto Francés de Estudios Andinos.
González de Zárate, Jesús María (1991). Método iconográfico. Vitoria-Gasteiz: Instituto Municipal de Estudios Iconográficos Ephialte.
Gruzinski, Serge (2007). El pensamiento mestizo. Barcelona: Paidós.
Rambla Blanch, Joseph María (1983). El peregrino. Autobiografía de San Ignacio de Loyola. Bilbao: Mensajero, y Santander: Sal Terrae.
Rodríguez, Enrique (2007, 23 de octubre). “No soy Van Damme”, en PadreEnrique, http://padreenrique.blogspot.com. Obtenido el 22 de diciembre de 2007.
Rodríguez, Jesús (2007, 19 de octubre). “Jesuitas. Los ‘marines’ del Papa”, en El País. Madrid.
Varios autores (2006). San Francisco Javier en las artes. El poder de la imagen. Fundación Caja Navarra. Catálogo de la exposición por el quinto centenario del nacimiento (Castillo de Javier, abril – setiembre de 2006).
[1] En 1555 se dio el brevísimo pontificado de Marcelo III (apenas duró 23 días).
[2] Explica Héctor de Vall, SJ, rector del Pontificio Instituto Oriental (Roma), que busca servir de puente entre las iglesias de Oriente y Occidente: “Nuestro voto de obediencia al Papa es para la misión; el Santo Padre te puede enviar a la frontera intelectual o geográfica que considere oportuna. En un principio, disponía de los jesuitas, un grupo de gente muy especializada, que sabía latín y tenía una carrera civil, para que fueran a los confines del planeta.” (Rodríguez, Jesús, 2007).
[3] Un jesuita peruano contemporáneo, Enrique Rodríguez, lo explica así: “Simplemente intentamos explorar campos aún vírgenes; ocurrió con la educación, con la teología, con las ciencias; ocurrió con los curas de misión obrera, con su desarrollo y adaptación en América Latina en clave de teología de la liberación; hoy es la ecología, la ética. Hay migración en la focalidad y ahora estamos algunos trabajando en el campo de las TICs [tecnologías de la información y la comunicación] y de la realidad virtual. ¿Para qué? Para que la Buena Noticia llegue a los extremos, no como repetición monotemática a quienes ya saben el papepipopú.” (Rodríguez, Enrique, 2007).
[4] Comenta el mismo Enrique Rodríguez: “Cuando la Compañía fue suprimida en 1767, los jesuitas fueron sacados de la cama la misma noche, a la misma hora, y llevados al Callao con lo que tenían puesto; luego, expulsados del Perú. No se llevaron nada; así consta en los inventarios oficiales de la época. Ligeros de equipaje, simplemente partieron.
Ciertamente los jesuitas habían acumulado poder. La capacidad de mimetizarse con los pueblos diversos, el intentar devolver a las culturas lo que es suyo, otorga poder y autoridad.” (Ibídem). Estos patrones de comportamiento con respecto a los colectivos sociales donde los jesuitas sean destacados por su prepósito general constituirán elementos claves para la interpretación de la obra que es objeto del presente ensayo.
[5] Arte y espiritualidad jesuita en el Perú. www.jesuitasperu.org/artesjperu/ficha01_02229.htm. Obtenido el 22 de diciembre de 2007.
[6] “La alegoría es un recurso estilístico pictórico (y literario) que fue muy usado en la edad media, en el renacimiento y en el barroco. Como procedimiento consiste en representar bajo una forma humana, situacional u objetual, ideas y conceptos que pueden tener alcances religiosos, políticos, morales, etc. En el arte religioso el uso de la alegoría, además de frecuente, tuvo fines teológicos, evangelizadores, conmemorativos y devocionales.” Ibídem.
[7] Además de la citada expulsión decretada por Carlos III, mucho se ha especulado en tiempos recientes acerca del enfriamiento de las relaciones entre la curia romana y la Compañía, durante el papado de Juan Pablo II y el generalato de Pedro Arrupe, el “papa negro”. Cfr. Rodríguez, Jesús, 2007.
[8] El quehacer intelectual de los jesuitas ha contemplado, desde luego, la hagiografía, con su respectivo correlato de imágenes. Así, por ejemplo, encontramos un caso de fecha anterior a la realización de la pintura que nos ocupa: “Es en este siglo XVII, concretamente en los Países Bajos, donde se da cita un centro de investigación de gran trascendencia en la iconografía, nos referimos a la obra iniciada por el jesuita Jean Bolland, quien en 1643 comenzó la publicación de un gran repertorio biográfico de los santos, son las conocidas Actas Sanctórum.” (González de Zárate, 1991: 17).
[9] San Pablo Miki, japonés de alto rango social, fue crucificado conjuntamente con los también jesuitas San Juan Goto y Santiago Kisai, seis franciscanos y dieciséis laicos japoneses.
[10] Citado en Gruzinski, 2007: 338.
[11] Rodríguez, Jesús (2007).
[12] Ibídem.
[13] Arte y espiritualidad jesuita en el Perú. www.jesuitasperu.org/artesjperu/ficha01_02229.htm. Obtenido el 22 de diciembre de 2007.
[14] Gonzalbo Aizpuru, 2007: 299.