Entre las varias instituciones religiosas importadas por los españoles al Nuevo Mundo, la cofradía fue de las más exitosas entre la población colonial. Individuos de todas las castas y estratos sociales participaron activamente en ella. En esencia, la cofradía era una asociación de carácter religioso que tenía el propósito principal de promover y mantener el culto y veneración de alguna advocación religiosa, ya sea Jesucristo, la Virgen, o un santo patrón. Su origen se remonta a la Baja Edad Media, cuando surge como respuesta a ciertas necesidades espirituales y devocionales de una sociedad preocupada por obtener la salvación del alma.[1] La cofradía le ofreció los canales para ello, puesto que el hombre medieval creía que dicha salvación podía obtenerse por medio de obras pías hechas en vida e, incluso, con misas y sufragios espirituales que terceras personas podían ofrecer después de su muerte.

Las cofradías tuvieron una gran expansión en el mundo hispano y, a partir del XVI, cuando se trajeron a las Indias, empezaron a multiplicarse. Si bien estas congregaciones se convirtieron en un arma espiritual muy valiosa que la Iglesia empezó a utilizar en sus labores de adoctrinamiento a los indígenas y a los esclavos, pronto estos grupos las adoptaron voluntariamente. A inicios de la segunda mitad del siglo XVI, las autoridades civiles y religiosas empezaron a ver con desconfianza la proliferación de estas agrupaciones entre negros e indios. Temiendo que tras la apariencia religiosa de sus actividades, estas congregaciones escondiesen ritos prehispánicos o africanos, las autoridades aumentaron el control sobre las cofradías ya existentes, y trataron de limitar la aparición de nuevas.[2] Sin embargo, estas continuaron en aumento, puesto que sirvieron a las diversas necesidades espirituales y temporales de una sociedad tan compleja como la de Hispanoamérica.

Aunque la principal función de las cofradía era espiritual, también brindaba ayuda asistencial y benéfica, tanto a sus propios miembros como a los más necesitados de la sociedad. Ya sea por medio de dotes para las hijas de los cofrades, cuidado de enfermos, limosnas para los pobres, o visita a los presos, la ayuda administrada por las cofradías dentro y fuera de ellas era diversa.[3] Los servicios que brindaba cada cofradía dependían de los objetivos y necesidades de sus miembros, del espacio (rural o urbano) en el que se desarrollaba y de la advocación a la que rendía culto.

En las Indias, las cofradías rurales aparentemente reagrupaban a los miembros de un mismo ayllu y, por lo tanto, replicaron muchas de sus funciones. Miembros de la nobleza andina asumieron frecuentemente los cargos directivos más importantes en estas congregaciones. Al mantener el control de los recursos de la agrupación, los jefes tradicionales también pudieron mantener posiciones de liderazgo entre la comunidad. De este modo las cofradías permitieron a las comunidades indígenas que las adoptaron, el mantener parte de su estructura social, cultural y económica.[4]

En el ámbito urbano, la diversidad de las cofradías reflejaba la complejidad de los asentamientos urbanos. Por su composición, las cofradías pues clasificarse en las de castas, gremiales o nacionales. Las primeras son las que agrupaban exclusivamente a miembros de una misma casta, ya sea de españoles, indios, negros, etc. Ejemplo de este tipo de agrupación son las tres cofradías de Nuestra Señora del Rosario en Lima, que agrupaban a españoles, indios y negros separadamente.[5] Las gremiales eran las organizadas por grupos dedicados a específicas actividades artesanales u oficios. Entre las cofradías de este tipo que se fundaron en Lima la de San Crispín y San Crispiano agrupaba a los zapateros y la de San Eloy a los plateros.[6] Las agrupaciones del tercer tipo eran aquellas que buscaban afirmar las procedencia étnica de sus miembros. Los inmigrantes vascos y sus descendientes, por ejemplo, fundaron cofradías en honor a la patrona de su región de procedencia, la Virgen de Aránzazu, en varias ciudades de las Indias, como en Lima, Potosí y México.

Las diferentes actividades espirituales, asistenciales y sociales que brindaban las cofradías necesitaban de una buena administración. La organización de cada agrupación dependía de la cantidad de recursos y miembros que poseía. Los cargos más comunes fueron los de mayordomo y capellán, aunque congregaciones más grandes necesitaron de más oficiales (diputados, cobradores, procuradores, contadores, etc.), cuyas funciones y obligaciones se encontraban señaladas en las Constituciones, que cada agrupación poseía. El cargo de mayordomo era el de mayor consideración, pues además de ser el principal administrador de los bienes y rentas de la cofradía, investía al que lo detentase de prestigio social y de devoción cristiana. En las cofradías de indios y las de castas, detentar este cargo era tal vez la única posibilidad para ciertos individuos de destacar socialmente.

El acceso a estos cargos estaba limitado a los Hermanos Veinticuatro, que era el grupo directivo de la agrupación y, en teoría, conformado por los miembros fundadores o sus descendientes. Los cofrades eran aquellos hermanos que accedían a los beneficios espirituales y materiales que ofrecía la congregación a cambio de una ofrenda periódica y, muchas veces, una cuota de entrada. Por lo tanto, dentro de la misma cofradía hubo una separación jerárquica entre a sus miembros, cuya movilidad fue bastante limitada. En las cofradías que supuestamente eran de libre admisión, la cuota de ingreso significó un medio para impedir la entrada a ciertas personas consideradas de condición social inferior. La cuota que pagaba un individuo para ingresar como Hermano Veinticuatro, era mucho más elevada que la de un simple cofrade.[7] De este modo, no solo se ponían trabas para limitar el acceso de ciertas personas, sino que además se buscaba hacer una diferenciación dentro de la misma cofradía.

Las cuotas, limosnas y donaciones eran los medios más comunes por las cuales la cofradía obtenía fondos para sus diversas actividades. Los aportes que daban los Hermanos Veinticuatros y los cofrades simples acentuaban la distinción dentro de la agrupación, dado que los montos que daban eran diferentes. La Carta de Esclavitud era el único documento que le permitía al cofrade reclamar cualquiera de los beneficios, ofrecidos por la agrupación, cuando tuviera necesidad de ellos. Por medio de este documento el individuo se reconocía miembro de la cofradía y se comprometía a pagar una limosna semanal. Si el cofrade no estaba al día en el pago de la dicha limosna no podía reclamar ninguno de los servicios antes referidos. Los aportes ordinarios de todos los miembros debían sufragarse semanalmente, para mantener el goce de los beneficios ofrecidos por la congregación, y representaron la fuente de ingreso más regular que las cofradías tuvieron.

Las donaciones eran entregas voluntarias que los cofrades ofrecían ocasionalmente o, en algunas ocasiones, cuando la agrupación lo requiriese para afrontar gastos extraordinarios. Si bien el objetivo de estas contribuciones era demonstrar la devoción del donatario por la advocación de la agrupación, también tenían la capacidad de exponer el poder económico del donatario, sobre todo cuando el valor de los bienes donados excedía las posibilidades de la mayoría. De este modo, quien hacia una donación cuantiosa fortalecía su posición y prestigio dentro de la cofradía. Por tanto, las donaciones sirvieron para acentuar las distinciones sociales al interior de una misma agrupación.

Estas agrupaciones ofrecían un seguro espiritual a sus miembros. La participación en las misas, rosarios, sufragios, jubileos, oraciones, indulgencias, procesiones, y otras actividades espirituales permitían al individuo la posibilidad de alcanzar la salvación eterna de su alma. Pero además la cofradía brindaba ayuda contra problemas temporales que podías suscitarle a sus miembros, como las enfermedades o el encarcelamiento por deudas.

Como núcleo social, la cofradía brindaba a sus miembros ocasiones de compartir momentos de sociabilidad, como las procesiones y las fiestas de sus santos patronos.[8] Asimismo permitió que sus miembros estableciesen y estrechasen lazos de amistad, compadrazgo, e incluso de parentesco. Esta sociabilización permitió a los miembros de una particular congregación autodefinirse como grupo y diferenciarse del resto de agrupaciones. El culto y la celebración de la fiesta de la advocación no solo reflejaba la devoción cristiana de la agrupación, sino que le permitía exteriorizar visualmente la calidad, prestigio y poder de sus miembros. El culto a la advocación religiosa, y el mantenimiento de su capilla se convirtieron en asuntos primordiales, pues el adorno, el decoro y lujo de estos eran la demostración visual de la cristiandad y la calidad de los cofrades.[9] Las procesiones fueron también ocasiones ideales donde cada agrupación encontraba la oportunidad de manifestar al resto de la sociedad la devoción y poder socio-económico de sus cofrades.

De este modo, la cofradía, permitía a todo individuo acceder a cierta clase de honor, incluso a aquellos a quienes esta virtud usualmente no le correspondía, como a los esclavos. La cristiandad y devoción eran dos elementos claves que les otorgaban honorabilidad a todo individuo. Las actividades religiosas promovidas por las cofradías brindaban la oportunidad de mostrar tales virtudes y recibir reconocimiento por ello.[10] La devoción religiosa le permitía a todo individuo, ya sea español, indio o negro, convertirse en virtuoso por medio de su muestra externa de catolicismo al participar en las actividades de las cofradías. Al mismo tiempo, le permitió a las élites expresar su poder económico y político y su prestigio social.

Por Judith Mansilla
Department of History
Florida International University
jmans005@fiu.edu


Bibliography

[1] Benitez Bolorinos, Manuel, Las cofradías medievales en el reino de Valencia (1329 – 1458), Alicante, Universidad de Alicante, 1998.

[2] Varón, Rafael, “Cofradías de indios y poder local en el Perú colonial: Huaraz, siglo XVII”, Allpanchis, N° 20, 1982 pp. 127 – 142.

[3] Lévano, Diego, “Organización y Funcionalidad de las Cofradías Urbanas. Limas siglo XVIII”, Revista del Archivo general de la Nación, n° 22, 2001, pp. 77-118.

[4] Celestino, Olinda y Albert Meyer, Las Cofradías en el Perú: región central, Hamburg, Wayasbah, 1981.

[5] Vega, Walter: “Manifestaciones religiosas tempranas: cofradías de negros en Lima. S. XVI”, Historia y Cultura, n° 24, Lima, 2001, pp. 113 – 122.

[6] Rodríguez, Joaquín: “Las cofradías de Perú en la modernidad y el espíritu de la Contrarreforma”, Anuario de Estudios Americanos, LII-2, Sevilla, 1995, pp. 15 – 43.

[7] Garland, Beatriz, “Las Cofradías en Lima durante la Colonia”, en La Venida del Reino: religión, evangelización y cultura en América. Siglos XVI – XXI, ed Gabriela Ramos, Cuzco, Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de Las Casas, 1994, pp. 199-228.

[8] ARIAS DE SAAVEDRA, Inmaculada y Miguel Luis López – Guadalupe Muñoz: “Las cofradías y su dimensión social en la España del Antiguo Régimen”. Cuadernos de Historia Moderna, 25, 2000, pp. 189–232.

[9] GONZALBO, Pilar: “De la Penuria y el Lujo en la Nueva España. Siglo XVI – XVIII”, Revista de Indias, LVI, 1996, pp. 49 – 75.

[10] Estenssoro, Juan Carlos, Del paganismo a la Santidad: la incorporación de los indios del Perú al catolicismo, 1532 – 1750, Lima, PUCP, IRA, IFEA, 2003.